Cuando se penetra en el reino de las sombras, a tientas, todo se vuelve quebradizo, todo aparece envuelto en una atmósfera gris e irreal, todo se vuelve tensión, conflicto e incertidumbre. Las imágenes quiasmáticas que vagan en el inconsciente, que flotan en las aguas turbias de la temporalidad, entre lo imaginario y lo simbólico, se convierten en geometría, se abstraen, se mineralizan, se fracturan. Son fragmentos descontextualizados, enmarañados, iconos de lo vivido y lo idolatrado, de lo real y lo soñado, consecuencia paradójica de un gran y turbador insomnio.
Allí, en la caverna, los recuerdos se mueven enloquecidos, en plena analepsis, como espectros que vagan en esa galería de espejos borgesianos; en ese espacio laberíntico, reversible, desconcertante, por donde se estremece el doble, como un homúnculo. Allí, las imágenes tiemblan, parpadean en un flujo inquietante y el celuloide epitelial se agrieta y las placas afiladas se despedazan y muestran retales de una máscara metamórfica y seccionada que es metáfora estremecedora de una identidad quebrada, de un yo cuarteado, hecho jirones.
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